Sangre y barro. Canciones de muerte (Daudalagid).
La última mirada.
Jueves, 7 de julio del año “cinco”.
La fuerte lluvia de anoche había dejado todo como un barrizal
Iba de un lado a otro de mi sección, de nuestro trozo de trinchera, nuestro momentáneo hogar y también, porqué no decirlo, nuestra futura tumba.
Veía, con una enorme lamentación contenida tras mis ojos, la cara de cada uno de todos mis soldados, de mis compañeros. Algunos estaban serios, tristes, otros miraban la nada a través de las fangosas paredes, otros rezaban. Los que enloquecían debían de ser calmados por otros compañeros y yo debía darles ánimo a todos y cada uno de ellos, para que creyeran en la victoria.
¿Qué victoria?.
Cogía un cigarrillo, lo encendía “tranquilamente”, y , de repente, como si de un flash fotográfico se tratase, un alubión de recuerdos machacaban mi mente, como cada día, desde que llegué al frente. Siempre me venían a la cabeza cuando conseguía calmarme un poco y me sentaba en la tienda de oficiales a tomar lo poco que quedaba de café.
Dos meses, desde que llegamos aquí. Dos meses. Al principio con grandes esperanzas e ilusiones, para poder ayudar a nuestros compañeros, para vencer sin miedo a caer y, con el devenir de los días y de las noches, para convertirnos en bestias asustadas y que ya no podían llegar a más.
Cuando avanzábamos una noche un kilómetro, un mísero kilómetro por las líneas enemigas, lo perdíamos a la mañana siguiente. La infantería enemiga nos devolvía al agujero de donde veníamos.
Cuando parecía haber noches tranquilas...una bengala iluminaba el cielo, todos nos echábamos al suelo. Un zumbido que se hacía cada vez más agudo, ensordecedor, hasta que... caían cientos de explosiones,...como si lloviese fuego. Mutilados, muertos.
Esas noches eran de las peores, se hacía de día y aún estábamos recogiendo cadáveres y atendiendo heridos.
El Alto Mando seguía prometiendo refuerzos, pero allí no llegaba nadie. Veinte kilómetros de trincheras, y en cada metro un hombre, sólo uno, nadie más por detrás, a excepción de esas pocas baterías de artillería escondidas entre los árboles y que, desde hacía días, estaban calladas, silenciadas.
¿Por qué?, ¿por qué tanto dolor, tanta sinrazón,...?, ¿por qué seguir luchando?.
Cada día que salía el sol era un regalo del destino, pero también un tirar la moneda y ver de qué lado caía, cara o cruz....¿seré yo?, ¿serán mis hombres?.
Tan sólo tenía un tercio de ellos, ¡qué horror!.
Hoy estás y mañana no. ¿Qué nos hacía no poder disfrutar de ese don tan divino como es la vida?, ¿por qué vivíamos con tanto miedo?.
El fin de toda esperanza, de toda ilusión,...la muerte.
23 horas, 00 minutos.
- Prepare a sus hombres Capitán, al toque de tambor, silbato. Me dijo mi Coronel cuando apresuradamente se acercó a mi.
Me giré, le puse la mano al hombre y le pregunté; -¿Por qué Josué?, ¿Por qué atacamos?.
- Vamos a salir de aquí, no te preocupes amigo mío y prepara a tus hombres. Respondió mientras se marchaba hacia el otro lado, hacia otra sección.
Fue lo último que oí de mi Coronel. Una grandísima persona, generosa, recta en su deber, siempre serena y que daba confianza,...pero en ese momento...sus ojos no decían lo mismo que su boca,...sus ojos eran dos abismos en los que ya no se veía esa luz que siempre me había dado esperanza.
Mi corazón palpitaba cada vez con más fuerza, mis hombres enfundaron la bayoneta, y se pusieron en formación para subir por la escalera. Al otro lado del agujero los enfermeros preparaban sus botiquines.
Nadie decía nada, sólo se oía la respiración y alguna que otra lágrima cayendo al suelo.
Yo miraba a mis hombres, apretaba los dientes y agarraba mi pistola con rabia, para transmitirles, como mínimo rabia... por los compañeros caídos.
Decenas de bengalas salieron desde nuestras baterías, seguidas de las primeras salvas. Aquellas que estaban silenciadas empezaron a rugir como nunca, como si fueran sus últimos alientos, sus últimas palabras.
En medio de la oscura noche, veíamos los enormes proyectiles volar por encima de nuestras cabezas hacía el enemigo. Luego se escucharon multitud de explosiones, parecía hacerse eterno, y ojalá el rugido de esas baterías no hubiera cesado nunca.
Mi corazón latía cada vez con más celeridad y cada vez más, creía que mi corazón saldría de mi pecho, una nueva sensación vivida como nunca antes había sentido, nisiquiera en los anteriores ataques.
A lo lejos se oía como el tambor empezó a redoblar, y seguidamente oí el primer pitido, inmediatamente hice sonar el mío tan fuerte como pude, hasta casi quedarme sin aire. Mis hombres, rifle en mano, empezaron a salir.
- ¡Corred, corred! Grité a mis hombres nadamás salir al campo de batalla.
Corría, corría, intentando de no resbalar, saltando cuerpos inertes de otros compañeros, del enemigo, bordeando matas y arbustos, agujeros. Cuando aún se veían en el horizonte las últimas explosiones de nuestra artillería, empezaron a aparecer numerosas bengalas que iluminaban momentáneamente el campo de batalla. Y seguidamente esos malditos zumbidos....
- ¡Corred, corred!. Gritaba casi sin aliento.
Empezaron a caer bombas sobre nosotros, a mi lado, a solo unos metros tres hombres saltaban por los aires, luego delante caía otra, detrás,... bomba tras bomba, soldado tras soldado,...Olía mal, muy mal, a putrefacción.
Ya se podía ver la alambrada al fondo. Algunos de mis hombres, se inclinaban y empezaban a disparar, y luego seguían corriendo.
Una ráfaga de balas acribilló al grupo del sargento Alonso, que tenía delante.
Por el costado izquierdo avanzaban rápidamente pero el derecho se había detenido, para poder disparar desde el suelo y darnos cobertura, pero yo les gritaba: - No paréis, adelante, continuad, venga corred, hay que llegar.
El franco delantero estaba roto. Continué corriendo con mi grupo, el central, para sustituirlo, y seguían cayendo hombres, se oían gritos de dolor, de auxilio, de desesperación. Nos estaban aniquilando.
El soldado que llevaba la bandera fue abatido, estaba sólo a dos metros de mi, no había tiempo para pensar, enfundé mi pistola y cogí la bandera. Continué corriendo todo lo que podía, mientras veía a mi amigo y sargento Ramírez, que se había puesto delante mío, como le atravesaban la cabeza.
Al instante sentí un empujón, en el hombro derecho, como si una aguja se clavase y quisiera tirarme hacia atrás, pero continué corriendo.
Luego sentí otro pinchazo en mi pierna izquierda. - ¡Ya está!. Pensé.
Caí arrodillado al campo, y con la ayuda de la bandera me volví a levantar, mi vista se empezó a nublar, y notaba la sangre brotando por mis heridas, pero debía continuar.
Tambaleándome seguía avanzando. Me empezaba a marear y cuando giraba la vista a ambos lados para observar a mis hombres apenas podía ver a unos pocos, muy pocos.
En cuestión de segundos, más explosiones, y más bengalas iluminando lo que sería nuestra muerte.
El último, ya no sé dónde me dio, yo diría que en el pecho izquierdo,...¿a la altura del corazón?. Y me tiró al suelo. - ¡Se acabó, hasta aquí he llegado!. Volví a pensar.
Con la mano derecha aún agarraba la bandera, mi bandera, "el pájaro de fuego” cubierto de sangre, de barro, de muerte.
Mientras la vista se me nublaba aún más, impulsivamente, coloqué la mano izquierda en mi pecho izquierdo. No me podía mover, impotente, rendido,...en el suelo...el final.
Ya casi no oía los chillidos, ni las explosiones, ni ningún zumbido. Y una especie de calma creaba una pausa en mi cerebro. El cielo se teñía de sangre y ya no había estrellas en el firmamento, ni mi adorada y querida luna, ni existían esos “ángeles” que te venían a rescatar cuando más lo necesitabas.
Las pocas fuerzas que tenía eran para derramar mis últimas lágrimas.
¿Qué hemos hecho?, ¿Cuál fue el error?.
Me sentía cansado, agotado, derrotado. Mis párpados se cerraban, como si fueran el telón de la última función. Reinó la oscuridad. Y me sentía cansado, agotado, derrotado.
Ummm...larguita la entrada pero jugosa! No se de que cazzo hablas, pero el relato esta wapu wapu, es dramatico y un par de vinitos ayudan a vivenciarlo mejor.
Ahí está... Si te hubieses currado unas cuantas "performances" con Ikki y conmigo en su casita, junto con las copitas de vinacho (y lo que hubiese caido, jeje) posiblemente entenderías un poco de qué carajo está hablando en este relato. Aunque, tú y yo sabemos que estamos condenados a un límite de entendimiento y comprensión dentro de la imaginación perturbada de este personajillo que firma las narraciones.